jueves, 15 de junio de 2017

EL DESEO DE LA PARTE MALDITA (1996)

El director y guionista David Cronenberg es uno de los símbolos de la postmodernidad cinematográfica gracias a su perturbador imaginario, que conforma una provocadora filmografía de lo más extensa y variopinta. Entre el corto, el largometraje y la televisión, las obras del cineasta se rigen por una base experimental para escenificar influencias un tanto apocalípticas. Siempre entre las aguas del drama, el terror y el thriller, en sus películas pueden surgir zombies, pandemias, coches, experimentos, poderes sobrenaturales, insectos o una fuerte carga de violencia, pero siempre de forma inesperada, girando en torno a las obsesiones, los miedos, la fantasía colectiva y el terreno psicológico para forzar las historias hasta el límite de la verosimilitud.

Una de sus cintas más importantes, que se alzó, entre grandes controversias, con el Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 1996 y se convirtió en toda una película de culto y de los filmes más representativos del cine de los 90, es “Crash”, cuya historia realmente fue extraída de un relato homónimo de 1973 del influyente escritor inglés J.G. Ballard. No era la primera vez que el director recurría a una novela para dar rienda suelta a sus proyectos, es más, se trata de un aspecto bastante común en su carrera, puesto que sólo hay que recordar largometrajes como “La Zona Muerta” (1983), adaptada del libro de Stephen King; “Inseparable” (1988), de Bari Wood y Jack Geasland; “El Almuerzo Desnudo” (1991), de William Burroughs; “Spider” (2002), de Patrick McGrath, que también se encargaría él mismo del guion; “Una Historia de Violencia” (2005), de John Wagner y Vince Locke; “Un Método Peligroso” (2011), de Christopher Hampton; o “Cosmópolis” (2012), de Don DeLillo.

James Ballard (James Spader) y su esposa Catherine (Deborah Kara Unger) son un matrimonio bastante atípico. Comparten entre ellos sus aventuras extramaritales con desconocidos, lo que provoca que se sientan aún más estimulados en su vida sexual. Un día, James sufre un accidente de coche y, aunque el conductor del otro vehículo fallece, tanto la mujer de éste, Helen Remington (Holly Hunter) como el protagonista se encuentran con vida, aunque gravemente heridos. Una vez que sale del hospital, decide revisar los daños de su automóvil, coincidiendo con Helen, a la que invita a subir para acompañarla a casa. En el camino, se salvan nuevamente de otra colisión, pero lejos de sentirse psicológicamente paralizados, ambos se ven excitados por lo ocurrido y deciden mantener sexo en el mismo parking. Así es como inician una relación pasional en torno al riesgo, en la que Helen le presenta a Vaughan (Elias Koteas), un hombre cuyo cuerpo está repleto de cicatrices y que vive por representar famosos accidentes de forma ilegal a su admirado público, supervivientes de otros choques que se unen a modo de club de culto a la sinforofilia. James y Catherine entran en un peligroso juego en sus ansias por buscar placer.

La trama original de Ballard, que inspiró multitud de críticas por miedo a posibles actos de imitación en la realidad, está marcada por la experiencia traumática de la violencia, un aspecto que se suele repetir en varias de sus obras, como “El Imperio del Sol” (1984), que, tres años después, fue llevada al cine por el famoso director Steven Spielberg; o “High-Rise(1975), que también vería la luz en 2015 a manos del cineasta Ben Wheatley. Ese hecho que marca un antes y un después en las vidas de los personajes es lo que aporta sentido a todos los aspectos de “Crash”, de tal forma que el coche surge como objeto fetiche, pero de la manera menos convencional, puesto que es llevado al extremo, al campo de lo estético, adornando la fascinación por la velocidad, por las colisiones, por la experiencia más extrema posible.

Erotismo y morbo sadomasoquista construyen una relación obsesiva que Cronenberg trata de explorar. A partir del accidente, James y Helen despiertan sobre cristales rotos, magulladuras, heridas y sangre, que confluyen en prótesis y extraños aparatos ortopédicos y, en definitiva, en un nexo entre carne y violencia y, a su vez, sexo y violencia. Precisamente, lo interesante de estas asociaciones que representa el cineasta es la inmersión en un terreno entre las pulsiones de la vida y de la muerte, en donde los personas se dejan llevar, ya que han sobrepasado los límites. El juego con las oposiciones es lo que lleva al extremo en un relato basado en la exacerbación, la transformación de lo real. En “Crash” se aprecia esa realidad fantasmática mejor que en una narración realista, remitiendo a la turbulencia de la fantasía, a nuestra parte maldita, oscura, y, a partir de ahí, indagar en estos límites fundamentales para la construcción de la identidad.

Sin duda, el plato fuerte de la obra es su elenco, que encarna a cuatro personajes inolvidables, autodestructivos, lascivos. El autor nos desvela seres sin pasado ni futuro, sin apenas referencias en las que profundizar, tan sólo motivaciones, sentimientos, experiencias de quienes viven únicamente en el presente. Spader encabeza el reparto con un papel que no comienza con buen paso, pero que, con el desarrollo de la narración, se eleva sin miramientos con escenas de suma violencia y erotismo junto a sus dos compañeras, Unger, en un primer momento, colmada de una lujuria casi gélida; y una mimética Hunter, de gran impulsividad, inconformismo e insatisfacción. La máxima perversión viene a manos de Koteas, cuyos instintos infunden temor por el destino de los protagonistas. 

Ya desde el inicio se hacen palpables los inquietantes sonidos metálicos de la banda sonara del canadiense Howard Shore, compositor de una infinidad de inolvidables piezas en producciones indispensables como “Big” (Penny Marshall, 1988), “El Silencio de los Corderos” (1991) y “Philadelphia” (1993) de Jonathan Demme, “Seven” (David Fincher, 1995), las trilogías de “El Señor de los Anillos” (2001-2003) y “El Hobbit” (2012-2014) de Peter Jackson, “Gangs of New York” (Martin Scorsese, 2002) o “Spotlight” (Tom McCarthy, 2015), por citar algunas de ellas de lo que resulta ser una carrera fascinante. Cronenberg siempre ha contado con la labor de Shore y la fotografía del director polaco Peter Suschitzky, de cuyo trabajo hemos disfrutado, sin ir más lejos, en las míticas “The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975) o “Mars Attacks!” (Tim Burton, 1996), y que, en este caso, se encarga de bañar con suma frialdad a una tétrica atmósfera que queda suspendida en un trance tras el accidente. Los escenarios de corte futurista y la luz azul grisácea envuelven las almas de “Crash”, un cine increíblemente realista construido por una historia casi espectral entre el deseo perverso y los avances tecnológicos.

Lo mejor: el extremo de una trama que difícilmente puede pasar desapercibida aun con el transcurso de los años.

Lo peor: que puede llegar a desbordar la sensibilidad.


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