jueves, 6 de abril de 2017

EL CUERPO COMO FETICHE (2011)



Tras dedicar nada menos que los primeros 15 años de trayectoria profesional a un sinfín de cortometrajes que delataban cierto gusto por el cine experimental, el director británico Steve McQueen se estrenó en el mundo del largometraje con “Hunger” (2008), una coproducción irlandesa que retrata una cuestión que a nadie dejó indiferente. La huelga de hambre protagonizada por el IRA en la cárcel de máxima seguridad Maze Prison muestra el cuerpo como instrumento de protesta en el sentido más directo de la palabra, en un contexto de encarcelamiento, de castigo físico y como mecanismo de libertad. La cinta no hacía más que presagiar la presencia de un cineasta arriesgado que daría mucho que hablar. Así fue. Un BAFTA, otro más en los European Film Awards, en el Festival de Cine de Toronto, de Venecia, tres en los British Independent Film Awards, diversos premios más de la crítica británica, canadiense y estadounidense y dos galardones en el Festival de Cannes, entre otros muchos que cayeron del cielo. El realizador se erigía como toda una promesa de la cinematografía británica. 

Aunque sigue manteniendo ciertos coqueteos con el cortometraje, McQueen tocó el cielo con su tercera película, “12 Años de Esclavitud”, todo un fenómeno popular del 2013 que se alzaría con 6 Oscar, entre ellos, a la mejor película del año. Pero antes de llegar a la cima, nos detenemos en su segunda obra, “Shame” (2011), que da un paso más allá en otro terreno muy diferente. En esta ocasión, encontramos una aproximación erótica al cuerpo como tema central. Brandon (Michael Fassbender) se encuentra en la treintena, en esa edad bisagra entre la juventud y la madurez. Vive en Nueva York como un ciudadano más, pero en su interior se esconde un lado obsesivo que le impide controlar su apetito sexual. El consumo de porno, las relaciones sexuales con prostitutas y otras solteras rigen una vida apática que se ve interrumpida por la visita inesperada de su hermana pequeña, Sissy (Carey Mulligan), que pretende quedarse en su piso durante unos días.

El autor se centra de forma asombrosa en la pura fisicidad del cuerpo como expresión de la identidad, aunque su mirada se presenta en términos bastante negativos. Brandon siente una insatisfacción permanente, que, poco a poco, se transforma en agresividad y ansia. No es sólo una visión sobre la adicción sexual, sino que la trama profundiza y traspasa límites hasta culminar en ese sentido de sumisión que se transmite a través del cuerpo. Es una especie de depredador sexual que lleva a cabo una metamorfosis durante los 100 minutos de metraje, en los que se respira una cuestión más actual de lo que a simple vista se aprecia: una dependencia física hacia el cuerpo como objeto de culto. Esta fetichización del cuerpo es un tema bastante recurrente en el cine de las últimas décadas, como se pudo observar en “American Psycho” (Mary Harron, 2000), en la que el narcisismo que muestra Patrick Bateman (Christian Bale) en un principio, esconde una auténtica veneración a sí mismo. En este caso, el horror no viene de la mano de un asesino en serie, sino de quien utiliza su cuerpo como instrumento de control para ejecutar la labor sexual.

Si McQueen empleaba “Hunger” para expresar un cuerpo castigado y encarcelado, en “Shame” éste se presenta dominado y dependiente hasta la obsesión. A simple vista, Brandon parece sentir constantemente deseos de seducir, de conquistar al otro, pero, en realidad, este tráfico está enfocado al consumo tanto de la imagen pornográfica como del propio sexo físico. Tanto el uno como el otro se modifican y retroalimentan desde el principio, generando un vórtice sin salida para el protagonista. Es un personaje que solo se desenvuelve en la relación de consumo, camuflada en el deseo, no tanto en el plano sexual al uso, sino mecánico. No hay relación con el otro, obviamente como persona; ni verbal ni afectiva. El papel de la imagen, del porno, modifica el papel del sexo, la iniciación al acto. Hay un trasfondo que traslada la dependencia a estas imágenes, la mediación de la imagen porno. Sin embargo, en ningún momento se explican las causas de toda esta adicción. El autor omite por completo los orígenes para que simplemente nos inmiscuyamos en la vida de Brandon por unos días. Precisamente, es el tiempo en el que su rutina se desestabiliza por la aparición de su hermana, que, junto a su equipaje, transporta ciertos asuntos pendientes, entre los que destaca una extraña insinuación orientada hacia la atracción entre ambos.

Tanto Fassbender como Mulligan representan dos papeles que se complementan, pero que, a la vez, constituyen las dos caras del límite, uno desde la apatía y la frialdad, la otra desde la emotividad y el histrionismo. El actor repite experiencia con el cineasta tras el éxito de “Hunger”. Su total convicción ante un trabajo que requiere un tono moderado y casi discreto consigue destacar con tan sólo su estremecedora existencia. Muchos se quedaron con la parte más superficial de su labor y su posterior repercusión, pero, en realidad, más allá de morbos y polémicas, lo cierto es que estamos ante una de sus mejores interpretaciones. Por su parte, la imagen frágil de Mulligan enriquece una actuación que sobrepasa los bordes identitarios en un personaje totalmente perdido y a la deriva. Su evidente falta de cariño hace que su conducta se vea forzada a cometer actos que exterioricen su dolor.

El director de fotografía tejano Sean Bobbitt repite nuevamente en el equipo de McQueen, completando, así, una carrera de lo más heterogénea, desde el aterciopelado siglo XIX de “Hysteria” (Tanya Wexler), en la que trabajó ese mismo año 2011; hasta la tétrica “Byzantium” (Neil Jordan, 2012) o el bochornoso remake “Old Boy” (Spike Lee, 2013), entre otras muchas. En esta ocasión, parte de su autoría se refleja en la transparencia del entorno de los dos personajes. El vacío minimalismo construido a partir de tonalidades frías acentúa aún más la personalidad del protagonista. La ciudad de Nueva York surge como testigo del desequilibrio a modo de panorámicas, siendo prácticamente la única presencia de un escenario que cobra vida y que sirve para que Brandon observe el exterior a través de un prisma muy diferente, como un voyeur que contempla pasivamente y disfruta de algo que no protagoniza él, es decir, del disfrute de otros. Esta hipervisibilidad en la que todo se puede ver y se muestra sin filtros, sin mediación, es una falsa transparencia, la cual se contrapone con la perfección física. “Shame” se desenvuelve en la nocturnidad y toma como contrapunto el día. En función de esto cambia su personalidad, aunque sus obsesiones siguen siendo las mismas. La ambivalencia de Brandon se encierra en la falta de verbalización del amor y sus sentimientos cuando debe enfrentarse a la verdadera realidad. Esa insensibilidad conforma un fantástico retrato del “sujeto dividido” en un relato que, sin duda, hace de McQueen un autor arriesgado y especial, que hace de su trayectoria pura experimentación. 

Lo mejor: la profundidad con la que el cineasta es capaz de representar un personaje con gran dificultad.

Lo peor: la visión tan superficial con la que muchos se conformaron.


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