viernes, 30 de septiembre de 2016

SUEÑOS SIN FRONTERAS (2016)



La moda de los 80 continúa con su estela atravesando, sin piedad, todo ámbito cultural. Para toda una extensa generación de espectadores, esta nueva ola estética y narrativa supone casi un lujo a la hora de volver a disfrutar con la esencia de una infancia que siempre se mira desde la lejanía. Parece que la fórmula funciona sobradamente y sólo hay que ver el furor causado por la serie creada por Netflix, “Stranger Things” (Matt y Ross Duffer, 2016),  que maneja todos los elementos más representativos de la década para profundizar en la emoción de un público que tiene el poder de convertir este tipo de producciones en viral. De la misma manera se vio impulsado el mediometraje “Kung Fury” (David Sandberg, 2015), realizado por y para nostálgicos que, a través del boca a boca, llego a ser todo un fenómeno social que, según su autor, acabará siendo transformado en un largometraje.

No es de extrañar que otros apliquen esta aparentemente "fórmula mágica incansable" para sus trabajos, como es el caso del director irlandés John Carney, que tras saborear las mieles del éxito con lo que bien podría ser ya su sello de identidad, el género musical, vuelve a explotar lo que mejor sabe hacer para crear “Sing Street”, una comedia romántica de lo más fresca y juvenil que recuerda a sus más populares obras, como la premiada “Once” (2006) o su primera producción estadounidense “Begin Again” (2013). Atrás quedan los tiempos del mundo televisivo y el drama, género con el que debutó, siendo indudable que el que fuera bajista de The Frames tiene un talento innato para hacer cantar a sus personajes para quitarse sus pesares de encima.

En plena década de los 80, Irlanda se encontraba inmersa en una crisis económica que obligó a muchos de sus ciudadanos a coger sus pocos ahorros y lanzarse al mar para buscar un futuro mejor en Gran Bretaña, aunque no en todos los casos fue la solución. Connor (Ferdia Walsh-Peelo) es un adolescente que ve cómo su familia se desmorona a pasos agigantados. Sus padres, Penny (Maria Doyle Kennedy) y Robert (Aidan Gillen) discuten constantemente por los problemas económicos que les ahogan y, como primera medida para ahorrar, deciden que su hijo se traslade a un instituto católico. Comienza así con una nueva etapa de nuevas amistades, abusones como Larry (Conor Hamilton) y, en definitiva, supervivencia escolar. No tardará en conocer a Raphina (Lucy Boynton), una joven adolescente de la que se enamora y a la que trata de convencer para que trabaje en el videoclip de su banda. Así es como Connor corre a formar un grupo de pop junto al pelirrojo Darren (Ben Carolan), su mano derecha Eamon (Mark McKenna), Ngig (Percy Chamburuka) y Garry (Karl Rice), siempre bajo la influencia y los consejos de su hermano mayor Brendan (Jack Reynor). 

Lo que parece un simple enamoramiento de adolescente, de repente, se convierte en el acto más liberador de la corta vida de Connor. Los problemas en casa parecen más pequeños si van acompañados de una melodía o si el día se rige por todos los momentos que pasa junto a sus amigos o Raphina, esa chica que le ha hecho perder la cabeza. “Sing Street” respira sencillez a través de una historia sobre éxitos, fracasos y esperanzas, sobre el primer amor, las amistades cómplices, los obstáculos, los sueños, el empeño y el esfuerzo, la pasión de una ilusión, el poder sanador de la música, pero, ante todo, es un relato sobre la búsqueda de uno mismo. Precisamente, Connor está intentando forjar una identidad a través de un proceso de ensayo y error, de ahí que le veamos aparecer cada día con un look diario tal y como suele suceder en esa etapa a la que solemos considerar algo maldita en nuestra vida. El protagonista debe enfrentarse a su alrededor, es la hora de aferrarse a toda la seguridad interior, coger impulso y salir adelante a triunfar en un mundo en el que no todos consiguen alcanzar su propia meta, como le ocurrió a su hermano, quien permanece encerrado en su cuarto entre cientos de vinilos de moda y con la música a todo volumen, porque a veces es la mejor forma de evadirse de los problemas de la realidad.

Carney se sincera a partir de buenas intenciones y es que la cinta no puede ser más agradable y disfrutable, siempre en su justa medida, sin caer en excesos románticos, pero siempre desde un punto de vista más edulcorante que roza lo dramático sin profundizar demasiado en ello. Sin embargo, no todos los cineastas son capaces de partir de una premisa de lo más simple y transformarla en una obra impresionante repleta de mágicos recuerdos y de una estupenda representación de lo que para muchos supuso la influencia de los ochentas. Dinámica, adornada por un encantador humor y con un desenlace que complace aun alejándose del realismo, capaz de evocar la esencia más primordial, al inconformismo y a la juventud.

Un contexto dificultoso para los personajes, que provienen de hogares desestructurados, de la pobreza, pero que, a pesar de todo, intentan salir a flote con lo mejor que tienen, los sueños. En su reparto no hay rostros conocidos, como su actor principal, que en realidad es músico. La estupenda voz de Walsh-Peelo pone un broche exquisito a una actuación fresca, natural y creíble con cierta sensación de fragilidad en una etapa de crecimiento demasiado complicada. Es imposible no empatizar con Connor, siempre a la deriva, incomprendido por sus padres, unido fuertemente a ese hermano mayor que prácticamente se convierte en un ídolo, pero apoyado por sus nuevos amigos, los que le siguen en el juego de la vida, de las ilusiones. Más apreciable es la química que fluye con su compañera, Lucy Boynton, apreciablemente más experimentada en el arte de la interpretación. Raphina es la chica que vive enfrente del instituto, la vecina, la muchacha que se relaciona con el vecindario. Ella representa el impulso, el valor, pero también el crecimiento personal.

Carney vuelve a contar con la colaboración del director de fotografía Yaron Orbach para recrear esa estética ochentera más extravagante y camaleónica que resume a través de las tendencias musicales de la década. Connor se ve influido por los grupos del momento, Duran Duran, Spandau Ballet, Depeche Mode, The Cure, Hall & Oates, The Jam, A-Ha, David Bowie, Culture Club o The Clash, entre otros muchos. Formaciones que igualmente engrosan una banda sonora más que indispensable, a la que se suma el líder de Maroon 5, Adam Levine, con “Go Now”. y el pegadizo tema compuesto por el compositor Gary Clark, “Drive It Like You Stole It”, que es interpretado originalmente por el actor y cantante Hudson Thames y que ensalza un eufórico clímax. Toda una reproducción fidedigna que adorna la fantasía de los personajes, el universo de su creatividad y la magia de la inspiración. “Sing Street” recobra esas ilusiones que se ahogan en la madurez a través de una nostálgica diversión que para muchos será el recuerdo de una época mejor, el aroma de una juventud llena de ilusión.

Lo mejor: se trata de uno de esos trabajos que sorprende sin esperarlo.

Lo peor: no deja de ser una historia sencilla y previsible, aspecto que realmente no importa por sus más que disfrutables 105 minutos.


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