viernes, 1 de mayo de 2015

SERIES B CON ESTILO (1979)



“Mad Max: Salvajes de Autopista” supone toda una fantástica obra de culto que acabaría marcando tendencia en el género de acción y en posteriores cintas de serie B. El australiano George Miller realizó esta primera parte con muy poco presupuesto y, pese a que en el mercado norteamericano pasó sin pena ni gloria, logró triplicar sus beneficios, con los que realizó una segunda parte que profundizaría en el universo apocalíptico que el autor creó junto al guionista James McCausland. Con apenas 21 años, el joven Mel Gibson obtuvo el papel principal, pero no consiguió ensalzar su carrera en su propio país y es que ni siquiera aparecía en los trailers, además de ser doblado (al igual que al resto del elenco) en Estados Unidos para evitar que el público sintiera confusión por las diferencias entre acentos. No obstante, sí que logró abrir un camino a nivel internacional para otras producciones de Australia.

Podría decirse que no es más que otra película centrada en futuros distópicos llenos de caos, violencia y supervivencia y, en esencia, es así. El robo de combustible como moneda de cambio está a la orden del día, pero para evitar conflictos, existe una serie de patrullas policiales que impiden esta injusticia y ponen el orden conveniente para evitar la anarquía. Por eso, Max Rockatansky (Mel Gibson) es un agente que vigila autopistas con el fin de enfrentarse a criminales como Nightrider (Vincent Gil), un líder de una banda de moteros con el que acaba tras una intensa persecución. No tardarán en llegar sus compañeros buscando venganza.

La trama, totalmente básica en multitud de largometrajes de diversos géneros, enfrenta a la policía con sus respectivos villanos. Max es un personaje de lo más normal, con un empleo que entraña el riesgo pertinente y con unos valores que se sustentan en la justicia. Fuera de su jornada, tiene a su esposa Jessie (Joanne Samuel) y a su hijo, pero por una tragedia que desemboca en venganza, se convierte en lo que más ha perseguido. Así es cómo, en la segunda parte del filme, vuelve a la carretera como un violento justiciero fuera de sí, cargando contra delincuentes y temerarios. Gibson parece inexperto en todo momento, sin esa fuerza que necesitaba una historia como ésta, pero, aun así, salva a duras penas el trabajo. Por su parte, los antagonistas, que, por cierto, eran verdaderos moteros locales, por desgracia, quedan como una parodia de sí mismos. Con atuendos de cuero que recuerdan al bondage gay, son liderados por Cortauñas, un intolerante y agresivo Hugh Keays-Byrne que no pasa en absoluto inadvertido.

A día de hoy, sería una cinta común con una originalidad que brillaría por su ausencia, pero en 1979 se convirtió en el comienzo de una saga de gran calidad, sobre todo gracias a la mejoría de la narración en su segunda entrega. Tampoco marca un hito en la historia del cine, pero, sin duda, su visualización sigue siendo todo un disfrute. El frenético ritmo con el que se desarrolla el guión es logrado gracias a las intensas persecuciones y los momentos de tensión y suspense excelentemente estructurados y sin mostrar violencia explícita, sino sólo sugerida. El inexperto Miller cometió bastantes errores, pero dejó una producción de lo más interesante y se superó con la continuación.

El notable uso de los efectos de sonido potencia la intensidad de las escenas y la magnífica banda sonora realizada por el compositor australiano Brian May, que, a pesar de tener el mismo nombre, no es el guitarrista de Queen, ensalza los puntos clave con la fuerza que aporta la orquesta. “Mad Max: Salvajes de Autopista” es de esas pocas óperas primas que se recuerdan con especial cariño. Miller consiguió, en el primer intento, marcar un antes y un después no sólo en el cine de acción, sino también en la road movie.

Lo mejor: la recreación del futuro apocalíptico y las potentes persecuciones acompañadas por los rugidos de los motores.

Lo peor: Max no tiene la fuerza que debería, al igual que sus antagonistas, que no rugen como verdaderos villanos.


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